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Y usted a mí... ¿por qué me paga?

Circula por las escuelas de negocio una anécdota con la que siempre amenizo cada comienzo de  mis cursos. Se trata de la historia de un joven ejecutivo, recién incorporado a una gran empresa, que un buen día coincidió en el ascensor con el presidente de la compañía sobre las 10 de la mañana. El diálogo se produjo, más o menos de la siguiente manera. El presidente soltó a bocajarro: “Buenos días. Usted debe ser nuevo en esta empresa. Quizá por eso no sepa que el horario de entrada en nuestra compañía es las ocho de la mañana”.

El joven ejecutivo, entre sorprendido y abochornado,  no se amilanó y contestó con lo que le pareció una frase llena de audacia. “Presidente, permítame una pregunta. Usted a mí, ¿por qué me paga? ¿Por mis horas de cabeza o por mi horas de trasero?” Se hizo el silencio.

En dos horas, el joven ejecutivo tuvo su respuesta. El presidente no se digno a contestarle. La respuesta llegó de la mano y de la voz de su secretaria, a la que no le tembló la voz al transmitirle el siguiente y contundente recado: “Me indica el presidente que le informe de que en esta empresa a usted ya no se le pagan horas ni por su cabeza ni por su trasero. Que pase usted por administración esta misma mañana y retire el finiquito. Eso es todo”.

Esta anécdota, la cual me consta que es cierta,  siempre me ha dado que pensar y reflexionar. Vaya por delante que todos en nuestros trabajos intentamos dar lo mejor de nosotros mismos. Pero ¿a cuáles de nuestras habilidades debemos imputar lo que recibimos en concepto de ingresos?

Piense el lector lo que quiera, pero creo que coincidiremos en una cosa: una cabeza bien amueblada, brillante,  con elevado cociente intelectual y con capacidades evidentes en tal o cual materia es siempre condición necesaria para desenvolverse y destacar en una empresa. Pero no es, ni mucho menos aunque algunos piensen lo contrario, condición suficiente para sobrevivir en ella, ni para alcanzar puestos de máxima responsabilidad.

De hecho, todos hemos coincidido a lo largo de nuestra trayectoria profesional con compañeros de cabezas privilegiadas que no han encajado en las organizaciones convencionales por tal o cual motivo.

En este caso, la pregunta es ¿qué le ocurrió, realmente, al joven ejecutivo? Quizá nadie tuvo la consideración ni vio el momento de explicarle que en su salario iban también incluidos otros detalles que van mucho más allá de la cabeza, de la inteligencia y del trabajo específico a desarrollar.

Quizá nadie le explicó, además, que en su retribución se incluyen muchas horas de otro tipo de habilidades que tienen que ver, digamos, con lo que coloquialmente se denomina tener cintura, esto es, con la capacidad de gestionar las emociones, los tiempos, lo político, las personalidades y los egos de todos aquellos que componen nuestro entorno laboral. En definitiva, nuestro joven ejecutivo llegó a olvidar hasta los principios elementales de anatomía.

A partir de ahí, conviene analizar cuáles son esos factores que van más allá de la inteligencia. A mi juicio y a título de ejemplo, podría haber varios.

En primer lugar, la disponibilidad. La jornada de trabajo de un directivo rara vez baja de las 12 horas diarias. Esto supone muchas horas. Y, normalmente, esas horas están directamente ligadas con la disponibilidad. O lo que habitualmente se dice: “Estoy para lo que necesites. Ahora mismo voy. Retraso mis vacaciones. No estás cuando te necesito. Son frases que todos hemos oído y que tienen que ver con las el horario y el tiempo que se dedica a la empresa. En consecuencia, también importan las horas. Pero las horas disponibles.

En segundo lugar, la sintonía. En determinados puestos no puedes permitirte el lujo de no estar en sintonía con los órganos de dirección. Esa sintonía puede ser más o menos directa, fácil, aprendida, estudiada o querida. Pero lo cierto es que es más difícil cuando no existe. Sin ella, todo es más complicado.

El tercer punto que quiero destacar es el equilibrio. Hay cosas que no se pueden decir al presidente de una compañía. Pero, también, hay cosas que no se le pueden ocultar. Decidir qué decir y qué no, cuándo y cómo hacerlo, dónde plantarlo y dónde no suele ser tarea fácil. Además, llega un momento en el que los papeles pueden perfilarse de manera peligrosa: quienes dicen siempre lo que el otro quiere oír, quienes siempre tienen algo diferente que decir, quienes asumen el papel de Pepito Grillo dentro de la compañía. Mantener ese equilibrio exige tablas y, sobre todo, mucho juego de cintura. Un gran amigo me comentó en una ocasión que a sus 30 años sembraba el desconcierto entre sus colegas. Sus compañeros le decían, asombrados:¿Pero có­mo te atreves a decirle estas cosas al presidente? Y él contestaba: porque me las pregunta.

Otro factor decisivo es el aguante. Gana el que aguanta, decía en una ocasión el premio Nobel Camilo José Cela. Y qué razón tiene. El aguante organizativo tiene mucho que ver con la capacidad de trabajo (no sé cómo aguanta), con la comprensión (lo que tiene que aguantar), con la espera de  oportunidades (hasta que aguante). Eso, creo, tampoco admite duda.

En quinto lugar, conviene destacar el pragmatismo. Las cosas son como son, no como quisiéramos que fuesen. Por eso es importante asumirlas y comprender que, de vez en cuando, hay que saber comerse sapos. Hay quien los come con elegancia, con repugnancia o con oficio, pero también hay quien no sabe comérselos. Y en esto hay que pensar que una buena dieta debe estar compuesta de todo tipo de alimentos: comer siempre sapos sería perjudicial; pero quitarlos de la dieta puede generar un déficit proteico.

Conviene destacar la confianza. Gente de confianza, mi equipo de confianza, un puesto de confianza y no goza de mi confianza. También son expresiones del día a día. Y es que la confianza es, posiblemente, consecuencia natural de todo lo anterior. Es evidente que nadie ocupa un puesto de responsabilidad si no goza de la confianza de sus superiores. Y si no hay confianza plena, debe existir, al menos, respeto personal y profesional.

No cabe duda, pues, de que en todas estas claves hay algo más que horas de cabeza o de inteligencia como diamante en bruto. Hay también una buena dosis de horas de cintura. Y esa es una realidad incontestable. Determinar qué porcentaje de los ingresos procede de la cabeza o de la cintura es algo que sólo uno mismo puede ser capaz de medir y de cuantificar. Lo que sí puedo añadir, para concluir, es que hay que tener muy buena cabeza para tener después un buen juego de cintura.

Publicado en el Diario 5 Días el 23 de Febrero de 2001


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