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Un poquito de ilusión, por favor

El otro día, mientras comía, se me acercó un amigo y me dijo. “Alberto. Soy lector incondicional de tus tribunas en Cinco Días. Y lo sabes. Pero te diré una cosa: si algún día llamas a mi puerta para pedirme trabajo, nunca te contrataré. Eres demasiado ácido, demasiado realista… demasiado pesimista; parece que ya no te quede ilusión, que estés ya de vuelta de todo. Y tampoco es eso: trabajar tiene cosas buenas. ¿A que no me sorprendes con eso en tu próxima tribuna?”.

Me quede callado y le contesté. “Estoy de acuerdo contigo: trabajar tiene cosas buenas. Pero de lo bueno, del deber ser, de los modelos académicos y de las últimas metodologías…, de eso, habla todo el mundo Y, sí tengo una ilusión: no ser como los demás. Así que acepto el reto. Te sorprenderé- le dije”.

Y aquí me veo yo, con mi tribuna de hoy. Intentando explicarle a Ud., querido lector, (y de paso a ese amigo que me retó) cuáles son las cosas buenas de trabajar. La verdad, me cuesta un poquito hacerlo porque, en este tema, es bien fácil terminar hablando de Maslow y Herzberg y de la pirámide de las motivaciones de las personas en el trabajo.

Empecemos y generemos un poco de ilusión. ¿Qué cosas buenas tiene trabajar?

En primer lugar, nos da la posibilidad de no sentirnos un cero a la izquierda (a eso muchos le llaman autoestima). Permítame que me explique porque, si no lo hago, termino donde todo el mundo. ¿Recuerda Ud. cómo se sentía cuando estaba buscando su primer trabajo y nadie le daba la oportunidad?. ¿O recuerda Ud. qué infeliz le hizo la vida a su familia cuando estuvo esos meses en el paro?. ¿O recuerda, acaso, cómo llegó a sentirse cuando quería cambiar de trabajo y todas las puertas se le cerraban?. Pues a eso me refiero cuando hablo de autoestima. Recuerde conmigo aquellas sensaciones tan amargas; recuerde, primero, lo rabioso que se sentía (“ellos se lo pierden”); recuerde, después, cómo empezó a racionalizar sus aptitudes (“algo debo estar haciendo mal”); recuerde, también, que un poco más tarde empezó a sentirse culpable (“me equivoqué en esto o en esto otro”); y recuerde, por último, cómo al final se llenó de dudas sobre su propia valía (“no valgo, soy un inútil”).

Pues bien. Eso es la autoestima. Y los psicólogos y psiquiatras lo saben. Y la búsqueda de la autoestima es para ellos el inicio de toda terapia. Y, en gran medida, el trabajo te ayuda a sentirte útil, a no verte a ti mismo como una piltrafa con enormes dudas sobre tu propia valía. Y eso, que es mucho, es la primera cosa buena que tiene trabajar, porque éste es el origen y el fin para sentirte persona: saber que vales para algo.

Tan importante es este punto que, muchas veces, (afortunadamente, cada vez menos) se ha utilizado para excluir a la mujer del mundo laboral. Yo he llegado a oír algo dramático y lamentable: “Si ésta se quiere realizar, que se realice en casa cuidando a sus hijos; prefiero darle el trabajo a un hombre, porque a ese le toca sacar adelante a la familia; aquí no se trabaja por hobby”. A estos les diré una cosa: realizarse no es cuestión de sexo; es cuestión de ser persona.

Otra cosa buena de trabajar es el dinero. Hace tiempo, uno de mis jefes (con el que, por cierto, no me entendía nada bien), me dijo: “No te engañes; el 95% de la gente trabaja para ganarse dignamente la vida; lo demás, le da igual. De hecho –me dijo- yo trabajo por dinero, porque si fuera rico no trabajaría como lo hago; me dedicaría a hacer otras cosas”. Y me pareció que tenía razón, no toda, pero algo de verdad había en ello. Siempre he creído que el trabajo se debe pagar, que eso es, precisamente, lo que caracteriza a un profesional. Por eso siempre he desconfiado de quien dice que no trabaja por dinero.  ¿Por qué?. Pues sencillamente, porque, su móvil vital, lo que le impulsa a trabajar (¿diversión?, ¿influencia?, ¿reconocimiento?, ¿aburrimiento personal?, ¿poder?…), es tan intangible y tan subjetivo que, llevado a su máxima expresión, puede hacerle la vida muy ingrata a quien está a su lado. Sí creo, sin embargo, que no sólo se trabaja por dinero.

En tercer lugar, trabajar tiene de bueno conocer gente, relacionarse y, sobre todo, generar complicidades y provocar lealtades. Nunca olvidaré la despedida que me dio mi equipo de trabajo en uno de mis cambios laborales, ni las señales de apoyo que, en muchas ocasiones, me han pasado algunas personas que han trabajado conmigo en momentos difíciles. Hoy tengo en mi mesa un montón de pequeñas cosas, de pequeños iconos y fetiches que me recuerdan esas complicidades y lealtades. Vamos, que con cada mudanza que hago voy con mis bártulos como si fuera un torero cualquiera montando mi “capillita”.

Y, para terminar, que no por último, trabajar también te permite, en cierta forma, crear escuela, generar comportamientos, formar a gente, crear cantera. Será por vocación, o por deformación, pero siempre he creído en un cierto efecto “pigmalión”, en lo reconfortante que es ver los ojos de la gente abiertos como platos haciendo la esponja con todo lo nuevo que les llega.

Pues bien. Espero haber sorprendido a mi amigo, o, por lo menos, espero haberle creado a Ud. amigo lector, un poquito de ilusión. Porque al final trabajar es, en cierta medida, generar un poquito de ilusión para ti y para los demás; y, con ella, intentar ganarse la vida lo más dignamente posible. Y en ese cocktail entran un montón de cosas: autoestima, salario, lealtades, confidencias, relaciones, formación, diversión, influencia, reconocimiento, aburrimiento personal, poder… Y todo ello es bueno. El problema es cuando, como con el cáncer, una de esas células “buenas” empieza a crecer desmesuradamente y se convierte en mala: se carga la ilusión y… te mata las ganas de seguir trabajando.

Publicado en el Diario Cinco Días, 5 de abril de 2002


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