Pero… ¡qué ingenuo eres!
Hace unos días, un amigo me comentaba, preocupado, los cambios organizativos que se estaban produciendo en su empresa y las posibles consecuencias para su departamento. “Van a reasignar clientes, a modificar aplicaciones, a cambiar personas... incluso van a incorporar a empleados y clientes de otra empresa que acabamos de comprar. No sé; es un tema tan importante que supongo que alguien estará pensando en encajar todas las piezas. A mí todavía no me han dicho nada –me confesó”. Y, de pronto, me salió esa parte de mí, ácida e irónica, y le dije despacito, como recreándome en cada sílaba: “Pero qué ingenuo eres. Apuesto a que todavía están dando palos de ciego. Más te vale empezar a organizar a los tuyos si no quieres quedarte colgado de la brocha”- le contesté.
Ya ve, amigo lector, que empieza el curso y vuelvo por mis fueros para compartir con usted un tema importante. Es éste: la facilidad con la que muchos se aprovechan de la credulidad, ingenuidad y buena fe de los demás, utilizando una falsa apariencia de seguridad en sí mismos, de tener más información que tú, y de control de la situación. En otras palabras: la facilidad que tienen algunos para tomarnos el pelo.
¿Cuáles son esas situaciones en las que es tan fácil pecar de ingenuo? La primera, y la más dramática, es pensar que todo el mundo pone los intereses de la empresa por delante de los intereses individuales. No me refiero a corruptelas ni nada parecido, sino a la idea de barrer para casa, de construirse su propio corralito o reino de taifas, de llevar tal o cual tema aunque no tengas la más mínima preparación para ello… Esa es una de las “pardilleces” más sonadas en las que todos solemos caer. Ya lo he comentado en otras tribunas, pero creo que hay que insistir en ello: normalmente, los de abajo (que cobran menos) se pelean (y mucho), para sacar adelante “el trabajo”; sin embargo, los de arriba (que cobran más) se pelean, (mucho más), para evitar que les levanten la silla; para, si pueden, poner alguna que otra zancadilla al vecino; y para hacer políticas e intrigas de salón. No será la primera, ni la última vez, que escuche usted una frase como ésta: “A ver si nos damos un batacazo de primera división y nos quitamos a este tío ya de encima”.
Un segundo motivo de credulidad es pegarte con media compañía creyendo que ese “ese trabajo sucio” es lo que quiere de ti tu jefe y que, además, es bueno para la empresa. Y lo que es todavía peor: pensar que, después de pegarte con todos, te lo van a agradecer, te van a apoyar y te van a pagar los servicios prestados. Siempre recordaré a alguien que me dijo: “Yo vengo aquí a hacer un trabajo; no vengo a hacer amigos”. ¿Puede usted suponer qué le pasó?. Pues yo se lo diré: que se echó a media empresa en su contra; que su jefe le dijo que ya se había gastado demasiado… y que era mejor relevarle. Hoy tiene un cartel de hombre polémico, que va a lo suyo y que no sabe trabajar en equipo.
Otro punto de ingenuidad es pensar que siempre hay que decir la verdad. Esto de decir la verdad tiene miga, tanta que podríamos hacer un tratado de ética. Así que pongamos por delante una cosa bien clarita: no estoy diciendo que haya que mentir, no me vayan ahora a acusar de hacer un canto a la manipulación y a la mentira. Lo que estoy diciendo son varias cosas: primero, que hay pocas verdades absolutas, porque todos los hechos tienen más de una interpretación; segundo, que no a todo el mundo le gusta oír la verdad, porque no siempre es cómodo tener detrás de la oreja un pepito grillo que te baje los pies a la tierra y te diga que tus decisiones pueden hacer daño; y tercero, que, en algunas compañías, la verdad que vale, la verdad de la buena, la única verdad admitida como cierta… no puede ser otra que la que diga el jefe. ¿Cuántas veces ha visto usted cambiar de opinión a sus colegas cuando el jefe ha pronunciado su verdad?. Pues ya sabe. Ojito con la verdad.
Ser ingenuo también se pone de manifiesto -como me comentaba mi amigo- en creer que en tu organización hay alguien que ya está pensando en tal o cual cosa. Este es uno de los motivos más típicos del ingenuo. Así que, por favor, intente siempre poner todo de su parte, tener sus deberes hechos, mover todos los mecanismos que dependan de usted y, solo así, garantizará una cosa: que su parte del trato está cumplida.
Otro motivo es creerse las promesas de futuro. ¿Cuántas veces se le prometió tal o cual cosa (sobre sus funciones, sobre su desarrollo profesional, sobre su retribución) y luego aquellas promesas quedaron diluidas como un azucarillo?. Haga un simple repaso, mire para atrás y no se deprima demasiado. Y, sobre todo, recuerde una cosa: no caiga usted en la tentación de prometer lo que no puede cumplir, que ya sabe que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.
Pues ahí tiene, amigo lector, otras pildorillas que estudiar con atención. Sin embargo, no me gustaría dejarle con esa sensación de desolación, de pardillez contumaz. Déjeme decirle una cosa: siga defendiendo los intereses de su compañía; siga peleándose por sacar el trabajo adelante; siga diciendo su verdad; siga creyéndose las promesas sobre su futuro. Siga, en definitiva, siendo un poquito ingenuo. Si se queda sin eso, sin ilusión, sin ganas de ser un poquito Quijote, sin pensar que en sus manos está cambiar algo las cosas, sin tener capacidad de sorprenderse de las cosas entonces... ¿con qué ganas se va a levantar usted todas las mañanas para ir a trabajar?. Siga soñando un poquito, por favor. No termine en el dentista para que le lime ese colmillo, tan retorcido, que ya le empieza a apuntar por la comisura de los labios. Si quiere, le recomiendo al mío.
Publicado en el Diario Cinco Días, 27 de febrero de 2002