Buscarse la vida o el secreto del subordinado
Hace casi catorce años aterricé en el mundo laboral. Recuerdo nítidamente mi entrevista con el que iba a ser mi jefe. “¿Qué esperáis de mi” – le pregunté, en busca de una definición de mis objetivos. Su respuesta fue contundente y se convirtió en mi primer consejo profesional. “Lo espero todo. No busques que te digamos ni cómo, ni cuándo hacer las cosas. Sabes para qué has venido aquí, así que… búscate la vida”.
“Búscate la vida”. Ahí mismo me di cuenta de que ni me jefe ni yo mismo sabíamos con certeza cual iba a ser mi papel en la empresa. El tenía una idea global de cuáles eran las necesidades de la organización y los resultados que esperaba conseguir conmigo; o con alguien como yo. Y yo, por mi parte, tenía, también, una vaga noción de aquello para lo que me habían contratado, pero desconocía cómo conseguirlo y los resultados que esperaban de mí.
Es decir. Yo era una página en blanco que alguien tendría que llenar. A partir de ese momento, tenía dos opciones: o esperar a que otros escribiesen por mí la página de mi vida, solicitando instrucciones precisas en una u otra dirección; o, por el contrario, yo pasaba a ser es escritor y autor de mi propia vida: tomaba la iniciativa, me anticipaba y construía mi propio puesto de trabajo a la medida de mis expectativas, inquietudes y capacidades, haciendo coincidir mis objetivos profesionales con los objetivos de la organización. Opté por lo segundo.
¿Cuántos profesionales se han visto en una situación parecida?. Robert E. Kelly lo vio claro en 1989 cuando escribió para la Harvard Bussines Review su artículo titulado “El rol del subordinado: en general los jefes y los propios empleados lo desconocen”. Y es que muy pocos directivos saben qué hacer con “el nuevo”, y muy pocos subordinados saben cómo proceder cuando se incorporan a otra compañía, cuando cambian de departamento, cuando les nombran a un nuevo jefe que no esperan, o cuando se enfrentan ante fusiones o adquisiciones, tan frecuentes en los últimos tiempos.
¿Cuál es, pues, el secreto del buen subordinado?. Aquí, como en todo, no hay recetas, aunque sí pueden darse algunas ideas generales. Y Kelly dio unas muy buenas.
Lo primero a tener es cuenta es que todos, en la mayoría de las ocasiones, actuamos indistintamente como jefes de equipo y subordinados de alguien. Y ahí tenemos una primera pista: el directivo y el subordinado son misiones, no personas, aunque conviene destacar aquí que hay bastante Teodorismo por las organizaciones, es decir, un perfil organizativo típico que necesita sistemáticamente un amo bajo el que cobijarse, muchas veces en beneficio propio.
Y es que, cuando hablamos de la función directiva, no es extraño comprobar cómo los papeles pueden invertirse con facilidad; quien hoy es tu compañero, mañana puede ser tu jefe, o vicersa. Por tanto, directivo y subordinado tendrán su propio ámbito de responsabilidad bajo el que definir qué hacer, cómo hacerlo, cuando hacerlo y por cuánto hacerlo. La gran diferencia entre uno y otro, normalmente, deberá estar en la capacidad de cada uno de llegar hasta el nivel último de decisión. En este sentido, posiblemente un subordinado no pueda llegar a cerrar determinado proyecto con el presidente, pero lo cierto es que no todos los proyectos terminarán siempre en la mesa del máximo ejecutivo. Siempre hay, por tanto, ámbitos de responsabilidad propios.
En segundo lugar, la autogestión es otro pilar básico del buen subordinado, la máxima expresión del “búscate la vida”. Recuerdo como en una ocasión, un buen amigo le espetó a su jefe: “No te necesito para nada, sólo para que me firmes las vacaciones”. Eso, quizás, sea demasiado, pero lo cierto es que la autogestión implica, sencillamente, preparar un proyecto, desarrollarlo, cerrarlo y, en última instancia, someterlo a la aprobación/validación del jefe. Y ahí cada uno tendrá que ser capaz de decidir en qué fase solicita validación: para empezar, para desarrollar o para cerrar. Esa capacidad también es autogestión. ¿Tiro para adelante? ¿Sigo con el tema? ¿Te vale así? ¡Firma aquí!. Cada uno tendrá que decidir cómo actuar y, a partir de ahí, asumir su propia responsabilidad.
Siempre me han ruborizado aquellos subordinados incapaces de dar un paso sin llamar la atención de sus jefes. En realidad, su comportamiento obedece a una de estas razones: o no quieren dejar pasar la ocasión de decir lo mucho que hacen y lo ocupados que están; o pretenden no asumir responsabilidad alguna para no comprometerse; o, simplemente, son unos Teodoros incapaces de vivir en libertad (y esto es algo recíproco entre el dueño y el esclavo).
En tercer lugar, el compromiso es una de las claves del buen subordinado. Kelly dice algo interesante: “muchos subordinados eficaces consideran a sus jefes como compañeros de aventura en una cruzada que merece la pena; cuando sospechan en su líder falta de compromiso o motivos contradictorios, quizás le quiten su apoyo: cambian de empleo o cambian de jefe”. Recuerdo todavía las palabras de un alto directivo del mundo de la consultoría: “Cuando llegué aquí, todos teníamos la sensación de estar cambiando un poco el mundo: aquello merecía la pena y compensaba las 16 horas de trabajo diario. Decidí marcharme cuando vi que mis socios tenían más un proyecto más personal que organizativo: dejó de merecerme la pena”.
La competencia es otro factor determinante. Y competencia significa saber qué necesita la organización y cuáles son las habilidades y capacidades necesarias para satisfacerlas. Significa también que no espero a que me den tal o cual curso para empezar a trabajar. Significa, en consecuencia, que no espero a que me llegue la capacitación, sino que ya seré yo quien me la busque haciendo camino al andar.
La competencia, además, define un perfil de subordinado capaz de compartir su know how sin ocultar información a los colegas por un simple motivo: él mismo es el gran factor diferencial, por su capacidad profesional, por su creatividad, por su imaginación, por su capacidad de resolver, por sus conocimientos, por su habilidad, en definitiva de reinventarse a sí mimo, de sorprender a los demás. Sus trabajos ahí quedan para el que los pueda necesitar.
Y, por último, la valentía es otra variable crítica del buen subordinado. Hace años me encontré una compañía del sector de las comunicaciones que había elevado el “saber decir no” a la categoría de valor y principio fundamental. Me sorprendió. Y me gustó. Aplicando este principio al rol del subordinado, saber decir no significa tener la necesidad de explicar los motivos de tus decisiones, de interrogar sobre los porqués de las cosas, de presentar objeciones ante determinadas decisiones, etc. Pero significa también ser claro, es decir, no destruir “por detrás” lo que se confirmó “por delante”: si digo no, lo digo, pero luego soy leal con las resoluciones tomadas.
Pues aquí está el secreto del buen subordinado: buscarse la vida siendo autogestionario, competente, comprometido y valiente. En cualquier caso, creo, hay algo más importante: que nuestro el comportamiento organizativo se rija siempre bajo una premisa básica: el respeto a sí mismo y la autoestima personal.
Publicado en el diario 5 Dias, 11 de mayo de 2001