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Mi jefe, ¿me quiere... no me quiere?

Hace unos años, Hugo Sanchez, uno de los más grandes nueves de la historia del Real Madrid, protagonizó uno de los culebrones fubolísticos de su época. “A mis goles se les aplaude menos que a los de Butragueño. Tengo la sensación que a mí la afición me quiere menos. No me siento querido” – sentenció.

Real como la vida misma y, desde luego, algo común en las organizaciones. ¿Cuántos directivos tienen la sensación de que, verdaderamente, son queridos por sus compañías? Y me estoy refiriendo al cariño afectivo, a esa sensación de sentirte apoyado, respaldado, comprometido, cómodo, divertido…, en fin lo que casi todo el mundo entiende por cariño o afecto (y que, desde luego, no es este el foro para disertar sobre este tipo de conceptos). Hablo de ese cariño porque, sencillamente, asumo que cuando una compañía no quiere contar contigo, prescinde de ti.

“Para trabajar necesitas el cariño de tus compañeros; de otra forma, no se logra  nada” – explicaba hace unos días un jugador de fútbol. “Yo no quiero que mi empresa me quiera; sólo pido que me dejen trabajar” – me comentaba hace tiempo un amigo. “Yo tengo claro que, para mí, no es sólo un tema de dinero; también necesito sentirme querido por mis jefes” – me decía otro. “Aquí lo más que puedo pretender es tener un ambiente sano; tengo claro que el cariño sólo puedo encontrarlo con mi familia” – me reconoció un compañero.

En definitiva, que el cariño es un tema bastante recurrente, que aparece con más o menos intensidad, pero aparece. Sin embargo… ¿Son las empresas capaces de dar cariño?. ¿Podemos pretender que nuestra empresa, de una u otra forma nos quiera?  ¿Existe realmente algo que podríamos llamar el afectio organizationis?

No se si hay repuestas para esto. Pero lo que está claro es que hay que pensar en algo para llenar el déficit afectivo que tanto parece importar a quienes trabajan en las organizaciones. Bien, pues, a ello nos ponemos.

Antes de dar receta alguna, me parece importante exponer tres premisas fundamentales para hablar sobre el afectio organizationis.

  • La primera es ésta: las siglas S.A. son un acrónimo del concepto Sociedad Anónima; pero también lo son de la expresión Sin Alma. Y es que todas las empresas se rigen por criterios economicistas y, en consecuencia, su baremo de medida es la rentabilidad, el  margen y el beneficio. “Tan rentable eres, tan querido eres”. “Tan poco margen dejas, tantos días te quedan para buscarte otro empleo”. Las grandes consultorías multinacionales lo tienen claro: “up or go”, es su lema. Y, bien mirado, así debe ser porque una empresa que justifique su existencia en motivos diferentes a la cuenta de resultados no es una empresa: o es una ONG (que para eso están), o es un negocio mal gestionado que está llamado a desaparecer, o se trata de una tapadera de algo raro.
  • La segunda premisa importante es que las Sociedades Anónimas no tienen memoria. “Sólo hay una receta posible – me escribía hace días uno de mis maestros: –hacer las cosas bien cada día; de lo de hoy ya no se acuerda nadie; imagínate de lo de ayer”.  Y es que, el crédito y la confianza de tus superiores cuesta años conseguirla, pero se pierde en minutos; recuperarla es casi imposible. Y, bien mirado, también debe ser así, porque esas situaciones de “pagar los servicios prestados” a algunas personas, se convierten en verdaderos agravios comparativos para algunos buenos profesionales que se ganan cada peseta de su nómina.
  • Y la tercera premisa es también clara: no confundas el cariño personal de tus superiores con el afectio organizationis. Ni son lo mismo, ni pueden serlo. El reconocimiento,  cariño o lealtad  recíproca con tu superior inmediato es algo básico, pero lo cierto es que tu jefe también es parte del engranaje organizativo: él no puede saltarse las normas que él mismo ha puesto para todos.

Pues bien. Ante estas premisas, que son evidentes, “siempre nos quedará  París”. Como a Bogart en Casablanca. Ya sabemos que las Sociedades Anónimas ni tienen alma, ni memoria y, además, se rigen básicamente por el espíritu de la “parte contratante” de Groucho Marx. ¿Podemos esperar algo más? ¿Pueden las organizaciones mostrar algo, aunque sea un poquito, de afectio organizationis? Pues yo creo que sí. Vamos a verlo.

En primer lugar, las empresas deben ser capaces, y pueden hacerlo, de arbitrar cierto tipo de reconocimiento personal. Y no me estoy ni a esos sistemas que nombran al empleado del mes y le pasean por la empresa como ejemplo a seguir, ni a los mecanismos de  evaluación del desempeño (casi todos los que conozco no son más que burocracias para hacer trabajar a muchos y para justificar lo que tu superior decide de manera personalísima ex ante). No. Me estoy refiriendo, sobre todo, al reconocimiento que deriva del simple hecho de ser un profesional. Hace ya tiempo, uno de mis jefes elogió el trabajo de su equipo ante el entonces Consejero Delegado de una manera que me sorprendió. “Mi único mérito – escribía en su nota al CEO – es dejar trabajar con libertad a mi gente”.

Esa sensación de sentir que trabajas con libertad, bajo tu propio ámbito de responsabilidad y profesionalidad, es algo deseable. Cuando se dan esas circunstancias, el trabajo puede ser mucho, la tensión puede ser grande, pero te queda la impresión de estar donde quieres estar, haciendo lo que quieres hacer. Iñaki Gabilondo lo dijo un día con gran claridad al referirse a su compromiso con la SER: “Estoy donde quiero estar”.

Hace tiempo cayó en  mis manos un artículo publicado en la Harvard Deusto Business Review de Ricardo Semler, un armador brasileño, que me abrió los ojos. Su tesis era sencilla: si alguien es capaz de gobernar su casa, controlar su presupuesto doméstico, pagar su hipoteca, educar a sus hijos y, además, contribuir a la gobernabilidad del Estado con su voto… ¿por qué cuando entra por la puerta de la empresa se convierte en menor de edad y espera que todo le venga dado, que todas las decisiones se tomen por él?. La respuesta es clara: quítale a alguien su responsabilidad y habrás creado un esclavo. Si te gustan los esclavos ya sabes lo que has de hacer. Pero, a partir de ahí, asume las consecuencias: si eres quien manda, no te quejes de que la gente no haga nada sin que tu estés presente; y si eres el mandado, no pidas que te respeten, porque tú te perdiste el  respeto a tí mismo.

Junto al reconocimiento personal basado en la profesionalidad, las compañías también pueden articular otros sistemas de reconocimiento organizativo. Ahora sí me estoy refiriendo a los beneficios sociales típicos (seguros, coches, aparcamientos, conductores, colegios, vacaciones, etc) y a los sistemas tradicionales de ascenso en puestos o niveles organizativos. En este punto, hay algo que me parece interesante destacar: esta es la máxima expresión del afectio organizationis porque lo cierto es que tu contrato de trabajo está firmado con la S.A., no con tu superior – no te engañes – y, en consecuencia, en él se rige el marco de derechos y deberes que tu organización te reconoce: lo que no figure en tu contrato, no existe.

Por tanto…¿me quiere?. ¿no me quiere?. Respóndete tu mismo y no te líes demasiado. Una organización demuestra que te quiere si te permite ejercer como un profesional, bajo tu propio ámbito de responsabilidades,  y, además, tu marco de derechos obligaciones así te lo reconoce. Con todo eso sabrás si puedes decir: estoy donde quiero estar.

Articulo publicado en el Diario Cinco Días, 9 de marzo de 2001


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