Todos los secretos sobre el dificil arte de dirigir
“Te voy a dar el secreto del arte de dirigir. Apunta tres cosas y no las olvides nunca. Primero: elige siempre a los mejores. Segundo: delega al límite; tú tienes que hacer sólo lo que los demás no pueden hacer mejor que tu. Y tercero: cumplidos los puntos uno y dos, al que se equivoque, le apoyas al máximo; esto no va de conseguir en todas las ocasiones un 10 sobre 10: va de mantener una media de 6 sobre 10”.
Este es el legado de uno de mis maestros. A él se lo dio, hace más de quince años, uno de los presidentes más carismáticos de la Banca española.
Aquel consejo me pareció, y me sigue pareciendo, oro molido. Siempre que he tenido ocasión lo he aplicado y, además, me ha servido como base de discusión en mis clases de liderazgo, estilos de dirección, etc. Sin embargo, a lo largo de mi carrera de profesor, consultor o directivo, me he encontrado pocas personas capaces de ponerlo en marcha. Mas bien, he encontrado muchos que, ni lo han compartido, ni lo han entendido y, si acaso, lo han aplicado al revés. Descubramos, pues, qué hay detrás de aquel consejo.
Lo primero. ¿Qué significa elegir a los mejores? Para las organizaciones con buena salud corporativa, el mejor es aquél que, por volumen de neuronas, por criterio profesional, por autonomía e independencia, y por capacidad de trabajo, saca adelante asuntos complejos de manera brillante y eficiente. Es decir, los mejores suelen ser aquellos a los que, con sólo plantearles los objetivos, puedes responsabilizarles de temas difíciles, apartarte de la gestión diaria, y recibir un producto final de alta calidad .
Sin embargo, para las organizaciones enfermas y aquejadas del síndrome del Teodorismo (es decir, aquellas que buscan -bajo la falsa apariencia de mucha actividad- un perfil nada crítico, que potencia la adulación personal y el mantenimiento de los privilegios adquiridos y del statu quo) el mejor suele ser aquél que no haga sombra al jefe y esté dispuesto a hacer muchas cosas y pensar poco. Recuerdo un día en el que uno de mis jefes me espetó: “Para dirigir, ya estoy yo. A ti no te pago para que pienses; te pago para que hagas lo que yo te diga”. Apenas duré tres meses.
Y no nos engañemos. No es infrecuente encontrar organizaciones “castradoras de talento”, incapaces de aprovechar el potencial de un profesional que, sencillamente, piense diferente. Por el contrario, es bien difícil encontrar instituciones capaces de sacar, sistematicamente, hornada tras hornada de buenos profesionales, con un estilo de juego común, pero con personalidad suficiente para aplicar su propio criterio en resolver problemas complejos.
En este mismo punto, elegir a los mejores, me he encontrado también alguna antología del disparate digna de mención. El antiguo presidente de uno de los mayores grupos empresariales de los 80, no perdía ocasión de poner a sus colaboradores en su lugar. “¿Sabe usted – les decía- por qué antes, en banca, existía la categoría profesional del “subalterno?. Pues le explicaré: sub, porque está debajo de mí; y alterno, porque cuando me harto de ellos, los cambio”. Viva la democracia.
Segunda cuestión “delega al límite; tú tienes que hacer sólo lo que los demás no pueden hacer mejor que tu”. En este capítulo, como en el anterior, también he encontrado diferentes interpretaciones. Para las organizaciones sanas, delegar significa asignar y exigir responsabilidades. Significa definir el qué (los objetivos), el cuánto (el presupuesto) y el cuándo (los plazos). Y significa, sobre todo, definir todos estos aspectos respetando la profesionalidad de la gente (“quiero que hagamos esto, móntalo como creas oportuno, tu criterio es el que me vale y tira para adelante), con lealtad (cuando lo tengas cerrado, me lo pasas para verlo) y sin “ruido” organizativo (tú eres quien sabe de esto, asúmelo, y no te escudes en comités ni grupos de trabajo).
Pero significa mucho más. Delegar al límite significa que tu jefe está sólo para llegar a donde tú, técnica o políticamente, no puedes acceder por tu posición. Es decir, tu jefe está para ayudarte a solucionar los problemas, no para crearte tensión ni más problemas de los que ya tienes. En términos taurinos, tu jefe es quien te hace los quites para que no te cojan y quien te ayuda a que hagas faena.
Sin embargo, en las organizaciones perversas, la delegación al límite se entiende de forma bien distinta. Se buscan esclavos a los que colocar el trabajo sucio y se les esconde para que unos pocos se lleven las medallas. En estas organizaciones, son frecuentes los directores que quieren controlar todo, obsesivos con los pequeños detalles –su máxima aportación es poner un par de comas en un texto o cambiar una palabra por otra-, pero que rara vez aportan algo de calado. Nunca te enseñarán a definir objetivos ni comprender globalmente un tema. En organizaciones perversas, la delegación del trabajo no existe. Lo que se delega, se regala más bien, es la tensión y los problemas, para que los resuelvas como puedas.
Además, en este tipo de organizaciones sólo oirás hablar en primera persona: yo, mi, me, conmigo… Tu jefe es una suerte de superior que, literalmente, juega en todas las demarcaciones: portero, defensa, medio y delantero. Además, tiene la capacidad de sacar un córner y rematar su propio centro. Él se apuntará, definitivamente, todas las medallas.
Y aquí llegamos al último punto: cumplidas las premisas uno y dos, al que se equivoque, le apoyas al máximo. Y eso es exactamente lo que no ocurre en las organizaciones teodoras: cuando tu jefe no mete el gol (después de que él mismo sacó de portería, subió el balón, centró al delantero y falló sólo ante el portero), sábete que el problema es tuyo, no suyo: o no te desmarcaste, o no corriste la banda, o no inflaste bien el balón, o lo que fuera.
Es así. Así de triste. ¿Cuántos directivos hemos conocido que tienen la habilidad de crecer soltando lastre, es decir, de sobrevivir colocando los muertos a sus colaboradores?. Eso es, exactamente, lo que hacen los malos directivos. Se quitan de en medio cuando hay problemas, no respaldan a su gente y les atribuyen públicamente los errores.
Sin embargo, en las organizaciones sanas, tu jefe es el defensa central del equipo y, algunas veces, hasta el portero. Su función, primero, es que no nos metan goles. Después tiene que ser capaz de mover el equipo, de colocarte en tu puesto, y de enseñarte a centrar. Un buen director, como un buen defensa central, o como un buen libre, dará buenos pases de gol, tendrá que subir a rematar los saques de esquina, o tirará algún que otro “friki” para asegurar el resultado. Un mal director, sin embargo, querrá estar en todas las jugadas, que los demás le hagan el trabajo, y, sobre todo, que se la dejen para empujarla a puerta vacía.
Y algo más, un buen director no puede, como el buen defensa central, sacar todos los balones jugados cerca del área: algunas veces tendrá que hacer falta o despejar a la grada. Por eso, el consejo dice que “esto no va de 10/10; va de 6/10”. A todos los toros no se les puede cortar las orejas; con algunos, simplemente, hay que saber estar y matarlos.
Pues de eso va este juego. De dar juego. De fichar a los mejores, de dejarlos trabajar y de apoyarlos al máximo. Casi, casi, como el de un buen entrenador. En el fondo, los dos tienen la responsabilidad de dirigir personas.
Articulo Publicado en el Diario Cinco Días, 6 de Abril 2001